Día Mundial del Alzheimer

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Delante del espejo uno es la suma de su pasado y sus miedos.

Él la acomoda sobre la silla, ella no sabe

qué queda de verdad entre los pliegues de su memoria.

Seguramente no fue todo lo que pudo

y, con certeza, casi nada de lo que soñó.

Incluso es posible que no sea ahora

más que unas manos temblorosas

 

que dejan caer al suelo todos los recuerdos.

Y caen como gotas de lluvia o como lágrimas,

caen como funambulistas ciegos,

inexorables pero impredecibles,

anacrónicos y mezclados caen en las tinajas del tiempo

sus pocos años de escuela,

la tornadera y la azada,

los sabañones de enero ensortijando sus manos,

las toses rojas en el lazareto,

el verde agostado por el ríspido calor de la miseria,

y la viruela y la tiña

y las cigüeñas tiznando de nostalgia el campanario

mientras se aleja del pueblo

en la impía soledad de un autobús a Barcelona

al cumplir los dieciséis.

Hay una araña líquida que baja por el espejo

desde el reflejo de su mejilla hasta el reverso de su boca

como una lágrima herrumbrosa con patas de cinabrio,

y la punta de la lengua se le llena de nombres

y ensaya con algunos,

los pronuncia en voz baja;

dice José Andrés y Encarna y Ángel,

dice también Gerardo y dice Marta

y no se vuelve nadie ni les pone cara.

Algunas veces todas las Alicias son su hija muerta

y cada mañana es lunes de quimioterapia

y prepara en la cocina mientras llega la ambulancia

bocadillos de esperanza con pan blanco.

Hay días que son bucles cenicientos,

un manso chapoteo de cangilones

que arrastran a la orilla de sus ojos

el pecio enmohecido de un fracaso.

Él se pregunta en silencio si le recuerda,

si al final de ese arcoíris de píldoras, grageas e inyectables

alguna vez, por un instante

los goznes oxidados de su memoria cederán

y volverán a evocar juntos, por ejemplo,

los racimos de besos a deshoras

que colgaban del envero añil de los zarzales

o la primera vez, con veinticuatro y ya casados,

que despertaron con hambre junto al mar

y el sol era un dulce de membrillo

sobre el mantel azul del horizonte.

Él se pregunta en silencio si le recuerda

y negocia con Dios su fe de ateo,

y firmaría en blanco con su sangre

si a cambio también por un momento

ella supiera que no se ha ido, que no se irá,

que, aunque le haya cambiado mil veces

el nombre la época y la piel,

él va a seguir grapado a su mirada,

a esos párpados que ahora tamizan el olvido

como un cedazo arbitrario y despótico.

Y trata de ponerse en su lugar y doblegarle el miedo.

Qué espanto, por ejemplo,

no poder filiar una caricia,

clasificar un abrazo, ponerle fecha a un beso.

Qué espanto no saber si de verdad amanecía

y ella llevaba esa camisa gris

de enormes botones blancos

por los que deslizaba su dedo como siguiendo un mapa,

si de verdad aquella noche de agosto

volaron sus cuerpos por el suelo

como dos pájaros con vértigo

mientras bajaban las estrellas a beber de la risa del lago.

Qué impenitente pena el olvidar

con qué sílabas, con qué piel,

con qué sudor, con qué fango

comenzaron a armar ese andamiaje

sobre el que fueron levantando sin prisa

el oxímoron de un amor sencillo.

Qué impía llaga negra, qué ulceración,

qué chancro le ha contagiado el tiempo a su cabeza gris;

qué crueldad a deshoras,

qué metastásico olvido adumbra su presente

y hace de sus ojos una perenne metáfora del invierno.

Delante del espejo uno es la suma de su pasado y sus miedos

y él sabe que esa suma

más pronto que tarde dará cero.

Pero le canta bajito las canciones que le gustan

y procrastina su llanto contándole batallitas de viejo

y con una toalla le cubre los hombros,

le dice “estás muy guapa”

y le cepilla el pelo.

ISMAEL PEREZ DE PEDRO