Cuenta la leyenda urbana (y si no lo cuenta, ya lo digo yo) que, en una ocasión, una conocida cadena de Pizzerías promocionó dos de sus pizzas medianas, de 30 centímetros de diámetro,
sólo por un euro más que su pizza familiar, de 45 centímetros. Los teléfonos no pararon de sonar durante todo el fin de semana en el que era válida la oferta, fin de semana en el que se jugaba la final del mundial de fútbol, y, como era de esperar, la gente se agolpó para hacer cola y recoger sus dos pizzas medianas, dispuesta a degustar la oportunidad de ponerse de comida hasta las cejas con tanta fruición como la pizza misma. En poco menos de una hora se terminaron las existencias y comenzaron los alborotos a las puertas de los establecimientos. Los clientes, que llevaban un rato esperando, asaltaban las motos de los repartidores a domicilio para quedarse con unos pedidos que, por algún motivo, pensaban que les pertenecían. De nada sirvió que la cadena les ofreciera, en contraprestación, la pizza familiar a mitad de precio; ellos querían sus dos pizzas, aunque para eso se tuvieran que quedar sin ellas los clientes que las habían pedido por teléfono o por la página web. Varias motos fueron destrozadas, saqueados sus cofres y amenazados y golpeados los repartidores. Los clientes, justificaban sus acciones porque se habían sentido engañados, alegaban que una empresa no puede ofrecer lo que después es incapaz de cumplir y restaban, mediante ese razonamiento, importancia a sus vandálicas acciones.
A esas gentes enfervorizadas hambrientas de comida rápida y futbol, nadie les había explicado aquello de la Regla de Oro, esa máxima filosófica y psicológica que dice algo así como que hagas a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti, o mejor, en su opción en negativo (más adecuada en mi opinión), no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti. Nadie les había hablado del imperativo categórico de Kant, ni de las opiniones de Bernard Shaw al respecto, puntualizándola en su aspecto positivo, pero, sobre todo, nadie les había sancionado proporcionalmente haciéndoles ver que la libertad no consiste en hacer lo que a uno se le antoje pensando que es el dueño absoluto de la razón y que el resto de los mortales deben someterse a su voluntad y soportar las consecuencias de sus acciones, por más que estas perjudiquen gravemente a terceros. Y así nos va, cada uno a lo nuestro.
Pero lo que parece que nadie les contó nunca a estos clientes cabreados es que hubieran comido más pizza si hubieran optado por la familiar en vez de por las dos medianas, cosa que omitieron los propietarios de la compañía, sabedores, ellos sí, de cómo calcular el área de ese círculo en el que nos tienen siempre dando vueltas, algo que la cadena de comida rápida sabía perfectamente al basar su promoción, como suelen hacer las grandes corporaciones de las que somos siervos, en dos cosas que siempre les han servido para enriquecerse; nuestra codicia y nuestra ignorancia.
Buen provecho.
Ismael Pérez de Pedro.
Poeta.