Cuando golpea la mala noticia, cada uno responde como buenamente puede. En algunos casos, pasado el desconcierto, sales transmutado, sientes la evidencia de lo poco que somos, repasas tu vida y te vuelves mejor persona.
En otros, puede invadirte la tristeza o, incluso, puedes hacer un pequeño Gulag, donde te recluyes y de donde ya no vas a salir, conviviendo con el frío de Siberia y vigilado por despiadados guardianes.
Yo, en esos momentos, cuando no hay indulgencia, intento un viaje más allá de Orión, cerca de la Puerta de Tannhäuser con el deseo de que todo se borre pronto «como lágrimas en la lluvia». Sospecho que imito peligrosamente a Roy Batty, pero me consuela saber que Tannhäuser es además una ópera de Wagner, ese otro espacio interestelar de los pentagramas y más allá de los arpegios, donde se refugia María José Voltes en los momentos especiales.
La apelación a la familia, la imposible vuelta a la infancia, el pesar por el dolor que ocasionamos a los seres queridos, la vida que se va como un río en días de desconcierto.
Presentimientos, desconfianza, pruebas, confirmación del cáncer, diagnósticos, tratamiento, el dolor inmoral que te reduce a una piltrafa humana.
Resulta que nadie pide una enfermedad. Esta llega, te agria, te altera, es algo tangible, dolor cierto. La música también existe como algo ilusorio, flota, la absorbemos, se disuelve con el oxígeno que llega a los pulmones. Y nos recorre las venas.
Rajmáninov, Brahms, Ravel, Mozart, Chopin, Beethoven, Saint-Saëns, Schumann, Tchaikovsky, Grieg…también existen, como existen los tumores.
Y nos queda la esperanza que es abstracta y sutil. También frágil e irreal, pero se impone y eleva la plegaria: ya es luz renovada y mensajera tras el tratamiento.
Felipe Sérvulo