¿De qué se extrañan ustedes?

¿De qué se extrañan ustedes?

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Lo primero que hicimos fue fabricar un arma, lo segundo que hicimos fue fabricar un dios (perdón por el pleonasmo y la tautología). Luego, viendo que esto nos era útil (o necesario), nos dedicamos a fabricar más

armas y más dioses para que defendieran lo que decidimos nuestro de los que blandían otras armas y otros dioses para defender lo que decidieron suyo. Cosidos a la historia fuimos cambiando de dioses y de armas, de orillas y de ambiciones, de pieles, de lenguajes, de carcasas.

A hombros de gigantes descubrimos conceptos, y dijimos pólvora y vacuna, suburbio y catedral, perfume y miseria. Nos fuimos extendiendo por el mundo como una metástasis inclemente.

Y aquí andamos todavía, miles de años y de sueños después (según afirman los expertos y entendidos) habitando un lugar inhabitable, con dioses y con armas tres punto cero, actualizando el odio lento y pegajoso que inició con nosotros el viaje.

En algún momento dejamos de pedir lo imposible para impedir lo posible, y una codicia de curso legal programó la obsolescencia de nuestras ideas más solidarias. No conseguimos olvidar ciertos conceptos, y aún hoy seguimos diciendo culpa, hambre y antídoto, enemigo y epidemia (a pesar de los expertos y entendidos).

Valoramos a los muertos por su apellido, por su color, por su acento, por su proximidad. Quienes vivimos en una calma controlada nos tumbamos al sol ajenos a los llantos vertidos por ojos extraños, sin prever que de los corazones oxidados nacen margaritas sin hojas. Llevamos el desprecio grabado en nuestros genes como la melodía lacerante de un vinilo que no deja de girar.

Nos hemos dejado atar las manos por un hilo imperceptible que nos aboca a perversas dicotomías, contrario o afín; ser herida o ser navaja.

Se nos llena la boca con la palabra respeto y nos sangran las encías con la palabra reciprocidad.

No se extrañen ustedes. Somos capaces de lo más hermoso y de lo más atroz. Un día componemos sonatas, colisionamos hadrones, aislamos genomas, compartimos los panes y los peces o fijamos el peso atómico del litio. Otro, envenenamos océanos, decapitamos herejes e insurgentes, desahuciamos a familias y fotografiamos niños muertos ahogados por el mar y las banderas en playas manchadas de vergüenza.

Entramos y salimos por la misma puerta. Podemos invertir millones en crear

mundos virtuales llenos de plasmas y de píxeles pero no tenemos una cura contra el frío. Somos insondables, damos igual la vida que la muerte y, a menudo, por la misma causa.

De modo que si arde Ucrania, si estalla Faluya ,si anidan las moscas en las cuencas vacías de los ojos de un niño en Yemen, si busca la abuelita en la basura una manzana mordida en Barcelona, si huyen los Sirios del calor seco de la pólvora, si Atocha revienta y se llenan las ramblas de cadáveres, si usamos el idioma como muro en lugar de como puerta, si abocamos a los viejos al contenedor de la orgánica, si las heridas sangran soledad a borbotones, no se extrañen.

Sientan, si quieren, ira, asco, pena, tristeza, impotencia, pánico, o esperanza, si así lo prefieren. Pero no se extrañen.

¿De qué se extrañan ustedes? Somos humanos. Enseres humanos.

(Los negros que esperan en el andén no son Morgan Freeman

y al final de la línea no hay una parada que se llame Zihuatanejo)

ISMAEL PÉREZ DE PEDRO. 

POETA