TIERRAS MINERAS

TIERRAS MINERAS

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¡La Unión! A esta población llegamos una mañana de septiembre con la idea de visitar la ciudad y alguna mina.

Evocar este nombre es volver a un pasado minero de muchos siglos. Sería presuntuoso e innecesario, por mi parte, hablar de su importancia. Solo indicaré que fue la mayor exportadora de plata y plomo durante la época republicana del Imperio romano. Tras un pasado esplendoroso, a principios del siglo XX los yacimientos ya daban señales de agotamiento, que se acentuaron tras la Primera Guerra Mundial; comenzaba un penoso declive económico y un acentuado éxodo de la población, que habían venido, sobre todo, de Andalucía oriental. Esta

migración de almerienses, jiennenses  y granadinos llegados para trabajar en las minas de la localidad, contribuyó al singular carácter de la ciudad, afín a los lugares de donde procedían, con una especial influencia del cante jondo. Emergieron los llamados «Cantes de las Minas», tal y como se conocen hoy en día, surgidos del mestizaje entre los primitivos cantes que trajeron los mineros andaluces y los cantes autóctonos de la Sierra Minera de Cartagena-La Unión.

Ahora, cada mes de agosto, cerradas las minas hace décadas y transmutadas algunas en circuitos turísticos, se dan cita, en el antiguo mercado, un edificio modernista espectacular, artistas consagrados del cante, toque y baile flamenco, así como jóvenes promesas que ansían alcanzar la codiciada Lámpara Minera, uno de los trofeos de más prestigio que puede conseguirse en las distintas disciplinas de esta modalidad.

La mina que visitamos fue la llamada «Agrupa Vicenta». Al entrar y sumergirme en la oscuridad, no pude evitar cierto escalofrío pensando en la vida dura y peligrosa del trabajo aquí. Los obreros carecían de garantías laborales, tenían horarios irracionales y salarios miserables. Estaban expuestos a enfermedades irreversibles, como la silicosis, y había un gran porcentaje de heridos y muertos por la propia actividad minera.

Estando ya en la visita, ahora convertida en un agradable paseo, cuando llevábamos un rato en el interior, una muchacha del grupo pidió permiso al guía para cantar. Nos dijo que su abuelo había trabajado allí y que ella desde pequeña repetía las canciones que le había oído. Eran de La Carolina, pueblo, también, con profundas raíces mineras. Dijo que se llamaba Isabel.

Al comenzar, su voz cálida y rota sacudió el aire. Al instante, un vendaval, penetró en mí.



A la mujer del minero

se la puede llamar viuda.

¡Qué amargo gana el dinero

quién se pasa el día

abriendo su sepultura!.

Sonaba doliente la copla en sus labios; me llevó al espacio donde se agotan las luces y se desbordan los sentimientos. Su lamento recorrió la mina.

No se asuste usted, señora,

que es un minero el que canta;

del humo de los barrenos

tengo rota la garganta.

¡Cantes de las minas! Tarantas, fandangos, mineras, levantinas o murcianas.

Inundó mis ojos. ¿Cantaba o sublimaba las palabras?. Isabel, de pueblo minero, aquella mañana, en Agrupa Vicenta, prendió una lámpara en cada rincón de mi asombro y, por un instante, oí el ruido de los martillos y las voces de los obreros por las galerías.

Cuando vuelvo de la mina

en la boca me da un beso

y el beso me sabe a gloria

revuelta con manganeso.

 Felipe Sérvulo