Regreso a casa

Regreso a casa

Hoy, 20 de diciembre, se cumplen 10 años de la muerte de mi padre. Pero no es un día triste. Le recuerdo siempre con una sonrisa. Esas son las imágenes que he guardado en mi corazón, las de su sonrisa. Cada día pienso en él y así, el dolor de la ausencia, casi no existe. La última vez que estuve con mi padre en Motril, su pueblo, hicimos un pequeño recorrido por rincones de su infancia. De aquel día, de aquel recuerdo en la memoria, nació este poema.
REGRESO A CASA
 
A mi padre, José “el soca”, in memoriam
Fuimos emigrantes de necesidad,
quizá por eso,
vive tatuada en mi memoria
la imposible despedida,...
 
NICOLÁS JIMÉNEZ BAENA
 
Un hombre, un viajero en las sombras del tiempo,
regresa a la ciudad que le vio nacer, regresa
a una vida antigua marcada por la sal y el sol,
trazada a golpes de sudor, de anhelos y caminos
que le llevaron del sur al norte, del calor al frío.
 
Calle abajo el agua arrastra la memoria de los años
y el eco de las viejas palabras que suenan muy lejanas.
Por la acera en penumbra de la calle Ancha
un hombre camina bajo los arcos de las sombras,
rememorando en el trayecto las miles de ocasiones
que recorrió este camino, de ida y de vuelta.
Porque la vida es un camino de idas y regresos.
 
Aunque nadie regresa del pasado, ni del futuro.
Somos huéspedes de este tiempo presente
que pasa veloz como los caballos del viento
y deja en nuestros pies cansados el recuerdo
de las calles estrechas y el polvo del camino.
 
Este hombre busca una dirección y una casa
que, a fuego, quedaron en el corazón grabadas.
En esa casa vive aún el niño que soñaba
con ser intrépido marinero en aguas oceánicas,
que buscaba en la eterna luz de las estrellas
un destino escrito con huellas azules en la arena.
En esa casa deshabitada, de rotas ventanas
y puertas henchidas por los años de lluvia,
fraguó el sueño de los héroes, la sed de vida
por encontrar un lugar propio en su tierra,
entre el verdor escarchado de la vega y ese mar
que bañaba de azul un horizonte de esperanza.
 
En la acera, con la cara oculta entre las manos,
rememora aquellos días de capotazos al hambre,
de maletas de cartón, de lentos trenes de madrugada
recorriendo tierras pardas, desiertas y gélidas
para encontrar un trabajo duro, ingrato y mal pagado,
para buscar cobijo bajo otros cielos y otras lluvias.
 
Una fría brisa recorre las calles de una noche antigua
donde un hombre regresa a Motril con paso cansado,
con los años de ausencia que pesan sobre el corazón
como la rueda rocosa de un trapiche azucarero;
como los pasos perdidos lejos de la calle Escobas
donde palidecen, mustias, las flores de la melancolía.
 
Pero el salitre de la memoria duele en los ojos
y unas lágrimas escapan cuando, al mirar hacia atrás,
comprueba que la vieja calle ya no es su calle,
ni la casa que arropó los sueños de la infancia
es la casa borrada por el escobón de la intemperie.
Y sin embargo, en los aguafuertes de la memoria,
la casa de la niñez siempre es la misma;
permanece inalterable más allá del tiempo,
del óxido de los años y de la ira de las tormentas.
 
Quizá sea ésta la última vez que recorra los caminos
de una ciudad enclavada en el centro del corazón.
Pero no será la última vez que su alma la visite.
Uno es siempre del lugar en el que nace y crece,
un hombre pertenece a la patria pequeña donde forja
-con risas, con llanto, con quebrantos y fortunas-
la esencia de su carácter y las raíces del afecto.
 
De repente, al doblar la esquina de la calle Carretas,
descubre la fachada de la modesta panadería donde,
durante años y horas robadas al guardián del sueño,
su madre trabajara amasando el pan de cada día, ése
que borraba de los ojos el hambre de la posguerra.
Y llora, llora al rememorar aquellos años lejanos,
al recordar el dolor tras la muerte y la ausencia;
llora con las lágrimas negras de una pena honda,
con las manos cubriéndose el rostro, liberando
todas las emociones que ha ido acumulando
desde que emprendiera el viaje de regreso
a ese Motril que late entre la carne y la sangre
como un caballo que recorre las tierras de la noche.
 
Una silueta se pierde en la bruma de la madrugada.
Se acaba el sendero y la vida se acaba.
Con un largo adiós da en la muerte lo que es cierto
porque la vida no es un juego que termine en tablas.
Con los ojos cerrados entrega en este día
la última visión de su paso lento, triste y callado.
 
Si alguien, a cualquier hora, aún le recuerda,
no será pasto de la hojarasca y del olvido.
Si alguien escribe con versos la hora de su ausencia,
si persigue la luz de sus huellas en la arena,
sabrá que mereció la pena haber vivido.
 
Un hombre regresa a Motril con la amplia sonrisa
de quien es feliz por haber llegado, nuevamente,
al lugar que siempre amó, donde fue amado.
Ese hombre que respira el aire de la noche,
embarcado en la travesía de la memoria,
atrapado en las redes marinas de los adioses,
perdido en el aroma a claveles de las calles,
desaparece entre la bruma de mis ojos llorosos
como la espuma que se filtra entre la arena
de todas las orillas bañadas por todos los mares.
Ese hombre, que regresa a su tierra, es mi padre.
 
 
(este poema recibió el premio del XXIX Certamen de Poesía "Blas Infante" del año 2016)