El ABUELO TRISTE

El ABUELO TRISTE

Cada día que iba a la residencia, veía a un anciano muy triste sentado en su silla de ruedas, en una esquina del comedor. El resto de los abuelos participaban a menudo en juegos de cartas,

dominó, parchís o en sesiones de cine, pero Jaime, que así se llamaba él, permanecía impasible, sumido en una profunda tristeza, sin hablar con nadie, con la mirada perdida en el vacío.

Jaime llevaba más de dos años viviendo allí. Sus hijos estaban trabajando todo el día y no podían ocuparse de él. Tenía demencia senil y la mayoría de las veces estaba perdido en su mundo, callado, con los ojos llenos de lágrimas como si supiera realmente que estaba solo, lejos de su familia. Su mujer había fallecido hacía quince años de un ictus y durante bastante tiempo, él supo vivir sin necesidad de ayuda, valiéndose por sí mismo, hasta que una mañana, sus hijos, Jordi y Paula, lo encontraron tirado en el suelo del baño con una herida en la cabeza. Lo llevaron al hospital y los doctores le dijeron que había sufrido un fuerte golpe en la cabeza. Le hicieron diversas pruebas y descubrieron que tenía dañada una parte del cerebro. A consecuencia de ello, empezó a tener lagunas en la memoria y ya no podía vivir solo.

Paula se lo llevó a casa. Era una mujer divorciada con un hijo adolescente que trabajaba de camarera en un restaurante de la ciudad. Tenía bastantes dificultades económicas y a veces doblaba turnos para sacarse un sobresueldo. David, estudiaba bachillerato y tenía buenas notas. Era un chico aplicado y siempre se mostraba cariñoso con su abuelo. Al principio todo fue sobre ruedas y entre los dos pudieron cuidar a Jaime un tiempo. Pero un día, el abuelo se escapó de casa y estuvieron buscándolo por los alrededores, hasta que un vecino de enfrente lo vio cerca del río. Acudieron en su busca y a punto estuvo de caerse en las aguas heladas. Suerte que pudieron salvarlo.

Su estado mental había empeorado y apenas reconocía a sus hijos ni a sus nietos. David empezó a estudiar Derecho y pasaba el día fuera de casa y Paula no podía verdaderamente hacerse cargo de su padre por el trabajo.

Jordi estaba casado con Silvia, enfermera del Sagrado Corazón. Sus turnos cambiaban a menudo y no podía responsabilizarse de su suegro, mientras que su marido trabajaba de Comercial y viajaba constantemente.

Lo ingresaron en la Residencia Balancí de Barcelona y casi todos los domingos iba alguno de sus hijos a visitarlo, aunque Jaime apenas los conocía hasta que dejó de hablar.

Susana, enfermera de la residencia, me contó su historia. Por lo visto, Jaime había trabajado como taxista durante largos años, hasta su jubilación. Era muy apreciado por sus vecinos, amigos y jamás superó la muerte de su mujer. Estaba muy unido a ella, desde los veinticinco años cuando contrajeron matrimonio. Llegaron a Barcelona a principios de 1970 y se instalaron por el barrio de Horta. El pasó parte de su vida conduciendo, llevando a miles de pasajeros a sus destinos, mientras que Ana, cosía en casa y criaba a sus dos hijos. Él era feliz a su manera, de carácter risueño y abierto, le gustaba rodearse de su familia. Ana disfrutaba de sus conversaciones, sus chistes y su bondad. Tenía un carácter afable, sabía escuchar a las personas y a veces les daba buenos consejos.

Supieron disfrutar de la vida a su manera, con sus viajes de Imserso, sus buenas comilonas, los paseos por la playa de la Barceloneta, los helados, los bailes, el teatro…Hasta que un día, Ana sufrió un ictus y al cabo de una semana fallecía en el Hospital de la Vall de Hebrón. Tenía solo sesenta años. De repente, el carácter de Jaime cambió por completo. Estaba siempre triste, amargado, distante con todos. Vivió solo más de quince años, soportando el dolor, la soledad y el distanciamiento hacia sus hijos, que el mismo había buscado, aunque siempre mantenía el recuerdo de su mujer y sus años de infancia.

Una mañana en la residencia, Carol, la nueva auxiliar de enfermería, se acercó al rincón donde dormitaba Jaime y como si pudiera leerle el alma, le cogió de las manos y le miró a los ojos con firmeza, sin pestañear:

—¡Este hombre está triste! —dijo Carol a su compañera.

—Me contaron que su mujer murió hacía mucho tiempo y sus hijos lo trajeron aquí puesto que no podían cuidarlo. Tiene demencia, no reconoce a su familia.

—Vaya, ¡pobre hombre! Así que esas tenemos, Jaime—le dijo Carol con enorme amabilidad. —¿Perdiste a tu mujer y te quedaste solo? ¡Pero tienes a tus hijos y a tus nietos que te quieren mucho!

Jaime la observaba en silencio. De repente, una sonrisa se dibujó en su rostro y dijo con voz apagada:

—¡Ana! Has venido a buscarme. ¡Qué guapa estás!

—No soy Ana, Jaime, me llamo Carol.

Y Jaime se limitó a sonreír levemente sin decir nada más.

Aquella mañana, yo me encontraba en la residencia, visitando a mi padre y lo vi risueño, frente a la ventana.

—Hoy está contento— le dije a Carol asombrada.

—Lleva dos días así. Sus hijos no pueden creérselo. Habla muy poco, pero de vez en cuando pronuncia alguna palabra. Siempre dice lo mismo, que su mujer ha venido a buscarlo y se queda mirando por la ventana, como si la estuviera viendo realmente.

Y así fue. Al día siguiente, Jaime falleció en su cama, con el rostro feliz y en paz, como si un ángel lo hubiera recibido entre sus brazos.

 

Micaela Serrano Quesada

Escritora y poeta