
AMORES ANALÓGICOS
El escritor de Viladecans, Ismael Pérez de Pedro, ha conseguido el primer premio de poesía en el certamen Constancio Zamora Moreno, celebrado a finales de noviembre. Tras agradecer a los asistentes
y miembros del jurado su presencia y, en una velada íntima a consecuencia de las restricciones sanitarias, el galardonado leyó su trabajo, titulado “Amores analógicos”, un poema narrativo que habla sobre los recuerdos vitales de una pareja de ancianos. Desde aquí queremos darle, una vez más, la enhorabuena, y publicamos el poema ganador.
El tiempo pasa,
nos vamos poniendo viejos
y el amor no lo reflejo como ayer…
(Pablo Milanés)
Siempre se sientan en el mismo banco,
aquel, el del paseo, cerca de la estación,
a la fragante sombra de un toldo de naranjos.
Les gusta ver de lejos el deambular de trenes,
escuchar los bufidos de vagones abriéndose
o la señal sonora que anuncia un viaje en ciernes.
Ella bajó de uno hace sesenta años,
pero él—lo cuenta alguna vez en Nochebuena—
dice que de aquel tren bajó la primavera,
la inocencia vestida de entretiempo,
el amor sujetando dos maletas.
Y sentados allí, bajo el azahar balsámico
de la memoria, van recordándose de nuevo.
Él era un joven galante y apuesto,
aunque ella—lo cuenta entre alfajores de canela—
dice que vio a un enclenque desgarbado
que limpiaba zapatos y vestía remiendos,
pero eso sí—enfatiza—de sonrisa sincera.
Y empezaron a verse,
saliendo de correos o entrando en el mercado
(por azar, te cuentan),
aunque a aquellas alturas
supieran ya del otro su intención y sus señas.
Ella servía en el centro, recuerda
todavía el número y la puerta;
seis días en semana
subía los embozos a los sueños,
planchaba la rutina con agua destilada,
dejaba como espejos
los azulejos del cuarto de baño
y cortaba en juliana nostalgias y cebollas
mientras esperaba su tarde libre.
Servía—como digo—en pleno centro,
justo al lado del metro,
pero él iba a buscarla siempre andando,
para cuadrar sus cuentas y convidarla luego
a helado de cerezas;
la esperaba en la esquina
y fumaba intranquilo
alguna colilla que encontraba en la acera,
que tiraba siempre al verla llegar
recortaba en la tarde fugaz de los domingos.
Festejaron dos años
de obligadas ausencias;
él se hizo fresador en el servicio
y aprendió la mitad de cuatro reglas básicas.
Ella empezó a coser en un taller,
le mandaba por carta
besos de algodón perlé
que él pulía con la forma exacta de sus labios.
A su vuelta se casaron y el tiempo
los bendijo con la risa de Irene,
que, aunque breve, fue eterna,
(ella le dice a veces que fue cosa de Dios
convertir en un ángel a su chiquilla enferma,
y él la mira callado, con la sonrisa abierta).
Se conoce que Dios, en su infinita bondad
únicamente pretendió apretarles,
y llegaron después dos hijos más,
hilvanados a dichas y desvelos,
y una astilla fue modista, la otra, ingeniero.
Entretanto pasaba la vida, como es ley,
y se iban deshojando
las hojas de los fresnos y de los calendarios.
Ella zurciendo olvidos y él fabricando tuercas,
sacaron adelante sus íntimas promesas.
Y, tomándose con calma todas las tormentas
han seguido queriéndose,
como todos queremos,
a veces, que nos quieran.
Aún se sonroja ella
de un piropo a destiempo
bajo el toldo naranja
que protege su banco de tristezas impuestas
…
Es cierto que no saben qué es un píxel,
¡ni falta que les hace!;
ellos se profesan amores analógicos,
corpóreos, presenciales;
y aunque, sentados en su banco envíen
por wasap besos con uve a sus nietos,
no hay emoticono que pueda reflejar
la emoción de sus caras cuando dicen:
“Mira, está escribiendo”,
ni hay gigas que almacenen un amor tan grande.
Luego, cuando refresca
y a plomo cae el cielo sobre el parque,
se advierten mutuamente
de que es tarde y les toca la pastilla,
(ya sabes lo que dicen los últimos análisis)
y él la ayuda a levantarse y despacio
caminan de nuevo, hasta el presente,
y la gente los mira con respeto en los ojos,
y una ligera envidia se condensa en el aire.
No quieren ni pensar por un instante
quién bajará primero del vagón
ni quién seguirá, a solas, su viaje.
Ya de vuelta, en casa,
se calientan las manos con las manos del otro,
discuten por la sal del consomé
y se cenan a besos, y se van a la cama;
les gusta madrugar y oír, al despertarse,
un arrebol de nubes llamando a su ventana,
el silbido de un tren
descosiendo el paisaje,
y el papel de regalo que va rasgando el alba.
Y se quieren, no hay duda,
de todas las maneras,
como añoramos todos,
a veces,
que nos quieran.