POR EL BOTÁNICO
Una vez llegado a la estación Hakusan de la línea Mita del metro de Tokio, aún tendrás que andar diez minutos más —esto no es Kansas, ni hay ciclón que te transporte— para verte ante la puerta principal del Jardín Botánico Koishikawa (Koishikawa Shokubutsuen).
Aquí no te vas a encontrar, por pocos yenes, con Dorothy, ni con enanos, ni con brujas, buenas o malas. Tampoco con Toto, ni con el Profesor Maravillas ni con el Espantapájaros ni el Hombre Hojalata, ni siquiera con el León Cobarde; pero entrar en este parque, casi irreal tras el sakura y en plena florescencia,
puede hacerte creer que estás recorriendo el Camino de las Baldosas Amarillas para llegar a Ciudad Esmeralda, que, de la mano de Judy Garland transmutada en mi preciosa magomusume Yume, te llevará hasta el Mago de Oz.
Este brujo sí es real y habita en la inmensa pradera donde a lo lejos divisamos multitud de personas entre flores que bullen incontables, inundando cada asombro que vamos aprehendiendo sin oficio ni mesura.
Tampoco entraremos en el mundo de los sueños, mas, en cambio, hallaremos personajes extraordinarios que pretenden capturar la belleza a pinceladas. Señoras que resguardan su rostro del sol con gorritos de otra época y hacen el milagro de llevarte a un espacio donde nunca pasa el tiempo y trasciende la elegancia. Y niños que pasan entre risas, bajo arcoíris de rosas, hortensias o gladiolos.
Las grajillas vuelan bajo, cerca de nuestras pupilas encendidas a las que, como a las de Stendhal, la belleza hiere.
Al marcharnos —bye, bye— abandonamos un espacio que no sobrevivirá porque nunca se repetirá la misma historia.
Felipe Sérvulo