Abuelas Excel

Abuelas Excel

La señora Engracia acaba de cumplir ochenta años. Llegó desde otra zona del país buscándose un futuro mejor, a los diecisiete años y sabiendo apenas la mitad de cuatro reglas básicas.

Trabajó, como decían entonces y como deberíamos seguir diciendo ahora, sirviendo. Cocinaba, fregaba, limpiaba, compraba y cuidaba de los niños en una buena casa de un empresario textil, pongamos por ejemplo. Cobraba poco, aunque más que en su pueblo. Poco y sin asegurar, como tantas otras. Libraba los domingos por la tarde. Uno de esos domingos conoció en el baile al hombre con el que, cuatro años después (cuando consiguieron ahorrar un poco de dinero) se casó y formó una familia.

Ella pudo entrar a trabajar al poco tiempo en un taller de costura, en el que estuvo cotizando, aunque poquito, dos años, hasta que se quedó embarazada de su primer hijo y lo dejó para criarlo. Le siguieron dos más. Con su dedicación y las muchas horas extras de su marido, consiguieron llevarles a colegios concertados y comprarles lujos y caprichos que les consentían por aquello de poder darles a sus hijos todo lo que ellos no pudieron tener. Poco a poco, el tiempo fue pasando, como es ley, y se fueron deshojando las hojas de los fresnos y de los calendarios. Transcurrió su vida como la de cualquier otra, a ratos feliz, a ratos no tanto y, en general, apacible y grata.

   Hoy la señora Engracia es para la administración y para la sociedad un nicho de mercado poco competitivo, un Excel que apenas abren y que da problemas.  

   Sopla las velas viuda y acompañada de sus hijos. Ellos le han hecho la banca online porque ya no le dejaban sacar dinero en ninguna oficina y no se maneja con las tarjetas de crédito ni las quiere, y tiene miedo, además, de que algún desalmado la violente saliendo del cajero y le quite la discreta pensión que le ha quedado. Ahora tiene que hacer ella el trabajo y encima, le cobran más comisiones que antes. Tiene que domiciliar hasta la fe y contratar un montón de productos que no necesita para que no le cobren una burrada por tener su dinero en el mismo banco en el que durante sesenta años, su marido y ella guardaron sus ahorros, el fruto de su trabajo. Si se encuentra mal, ha de llamar a sus hijos para que le pidan cita con el médico porque tampoco puede ir. Le dicen que es algo temporal, por lo del virus, pero ella, como a Felipe, la han dormido ya con muchos cuentos y se los sabe todos, y sabe también, que los cambios vienen para quedarse. La señora Engracia es un gasto y un estorbo, ya no puede cuidar de sus nietos como antes, ni subir con la compra ni zurcirles la vida a todos como ha hecho desde que tiene uso de razón.

   Hay muchas señoras Engracia que no tienen hijos, o les viven lejos, o les falta tiempo, o les sobra desvergüenza. Señoras Engracia que soplan otra vela más sintiéndose inútiles y arrinconadas después de haberse dejado la ilusión, el esfuerzo y la salud en esa zona a la que llegaron pretendiendo huir de lo que ahora ven que les alcanza. Algunos dirán que es su culpa porque no han sabido o querido adaptarse a los tiempos y las coyunturas, y lo dirán desde la soberbia y la prepotencia de pensar que los diplomas que cuelgan de sus paredes no les deben nada a los desvelos de su padres, a sus manos grasientas y encallecidas, ensortijadas de sabañones, a sus hernias ni a sus desvelos. Triste desmemoria. Y triste ignorancia porque, más tarde o más temprano, todos seremos la señora Engracia, un dato en una celda que alguien cambiará de color o suprimirá cuando le den la orden oportuna.

Ismael Pérez de Pedro

Poeta