Llueve, llueve, llueve

Llueve, llueve, llueve

La primera vez que Lúa vio a su hermana recién nacida tenía tres años y ya hacía meses  que temía que alguien viniera a destronarla. Nada más lejos de la realidad, pero los  sentimientos y temores

humanos a menudo se sustentan en imaginaciones que no  conseguimos dominar desde la infancia. 

Al momento de verla, tras una inicial cara de estupor pasó a mirarnos a los presentes con  tristeza, buscando nuestra complicidad. Seguidamente, estalló en una risa nerviosa que,  en absoluto, era de alegría. 

Al anochecer, volvió con su àvia y conmigo hacia Castelldefels, dejando a su madre con  Kala, que así se llamaba la recién nacida, en la clínica. 

Lúa iba en silencio y, cuando llevábamos varios kilómetros por la autopista, rompió a llorar  y con voz lastimera dijo: «Quiero ir a mi casita, quiero ir a mi casita…». Intentamos  consolarla, pero ella lo repetía sin cesar. 

Comenzó a llover y, por esas asociaciones que a veces hace el cerebro de forma  desordenada, me vinieron a la memoria los niños de Sabra y Chatila, Mauthausen,  Auschwitz, Yarmouk, de Tinduf. De esa Palestina que no cesa de sangrar. De los niños  ahogados en nuestras costas. Homo homini lupus. 

Lúa seguía llorando.  

Llueve, llueve, llueve por los campos de refugiados sirios que llaman a nuestra insolidaria  puerta, en la cercana y remota Turquía, informa Raquel Martínez en el telediario de la  noche. 

Felipe Sérvulo