TRISTES RAMBLAS
Hace mucho tiempo el paseo ha perdido su encanto. Las antiguas pajarerías desaparecieron por los nuevos aires de respeto por los animales y ocuparon su lugar dentro del propio bulevar: tenderetes, chiringuitos, casetas, barracas de las cosas más peregrinas: helados, pasteles, turrones, entradas para espectáculos, recuerdos de fútbol y chucherías sin fin, que le dan al otrora paseo inmortal, candidato a Patrimonio de la Humanidad, un aspecto de feria hortera de pueblo.
Sin embargo, no acaban aquí las desgracias, pues hay que añadir las tiendas para «guiris» con sombreros mejicanos, figuras de toros, flamencos y manolas, que ponen de los nervios a los celosos guardianes de las esencias nacionalistas.
Quedan muy pocos quioscos de flores, ya que la clientela que los circunda, consumidores de sangría y paella congelada, en lo menos que piensa es en comprar una docena de rosas rojas, por ejemplo. Lógicamente, las floristas se quejan y culpan al alcalde de turno. Los árboles de los laterales, plátanos de sombra, gozan de muy mala fama, ya que, a pesar de que están enfermos por culpa de la contaminación que nosotros mismos generamos, les son achacadas alergias infinitas. Han sido condenados y pronto serán sustituidos para acabar siendo pasta de papel o consumidos en alguna chimenea, porque parece que tampoco su madera tiene gran valor. No tendrán el consuelo de que algún poeta enamorado venga a glosarlos, como a aquel «Olmo centenario en la colina», que hizo soñar milagros imposibles para Leonor, muy cerca de la ermita de San Saturio, allá en «la tierra de Soria árida y fría».
Árboles centenarios, también los nuestros, que un día vieron pasar a Ildefons Cerdá y a Antoni Gaudí, testigos de tantas historias, que pronto no estarán ni en la memoria de los barceloneses. Tristes Ramblas. Pero tiene que haber esperanza:
Hay días que no tienen entrañas.
Pero buscaremos habitación
para pasar el destierro,
sincronizar latidos
y al amanecer,
cuando escampe la lluvia,
abriremos las calles
para volver a oír t’estimo
en las esquinas del Raval.
Percibir el afecto de la nostalgia, sentir la tierra mientras caminamos, soñando paisajes de la tarde.
Tristeza crepuscular. Árboles sin poeta, pájaros en libertad imposible.
Felipe Sérvulo